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Archive for the ‘Guerra conta el crimen’ Category

“Debemos ser conscientes de que la lengua está pasando por una suerte de mutación en que los contenidos empiezan a pudrirse ante la indiferencia general”.
José Saramago

En algún lugar del tiempo, sobre la línea perpetua de la historia, yacen inmutables los hitos en el pensamiento humano, los testimonios irrefutables de los vaivenes en las ideas, de la metamorfosis de las palabras, de la tergiversación de los miedos…

El siniestro ataque a un casino en la ciudad de Monterrey provoca la indignación general y el repudio proviene de todos los rincones del territorio nacional y se expande a la comunidad internacional. La condena a la violencia deliberada contra víctimas inocentes es unánime; se exacerban las sensaciones de vulnerabilidad y de impotencia y las palabras no son suficientes para expresar el repudio consensuado.

Ante actos grotescos y aborrecibles como éste, es menester conservar una pisca de sensatez para no incurrir en superlativos que desencadenen reacciones incontrolables. En el preciso momento en que se definió este acto como terrorismo se encendieron las alertas en el concierto internacional: Barack Obama condenó en los términos más enérgicos posibles el ataque bárbaro y censurable; el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, se declaró horrorizado por el ataque incendiario que asesinó a 53 persona;, Amnistía Internacional responsabilizó a las autoridades de una investigación verdaderamente exhaustiva para conocer la identidad de los autores de este crimen; y el secretario general de la OCDE, José Ángel Gurría, lamentó profundamente los hechos de violencia ocurridos en Monterrey. Estas reacciones son previsibles en una aldea global donde la etiqueta del terrorismo implica todo lo aborrecible y condenable en la humanidad. Y en el ámbito mediático, el adjetivo terrorista provoca un bombardeo incesante que incide en la opinión pública; gracias a la extensa y excesiva divulgación de las imágenes de horror y sufrimiento se concatenan los engranes del mecanismo que modifica el orden de las ideas y, por consecuencia, las opiniones y las pautas de conducta.

Y así, en Monterrey y en todos los rincones de México se percibe la insufrible vulnerabilidad de la ciudadanía, y nadie en su sano juicio cuestiona la implementación de operativos militares para recuperar la esquiva paz social. Habrá quienes consideren como una prioridad la intervención de expertos extranjeros, algunos clamarán por el apoyo de las huestes al servicio de la libertad, porque ahora, todos los mexicanos estamos convencidos que estamos enfrascados en una guerra contra el crimen y que la vamos perdiendo. El fracaso y la fragilidad impregnan el imaginario colectivo y en estos momentos somos extremadamente manipulables. El terrorismo exhibe un reclamo, una ideología disidente y su divulgación flagela la mente de los inocentes. Pero en este caso, no hay causas justas, reclamos o ideales subversivos. Es la brutalidad en su máxima expresión, la consecuencia de años de impunidad e impericia para dirigir el estado mexicano. Y el terror ahora divulgado es el testimonio irrefutable de los vaivenes en las ideas, de la metamorfosis de las palabras, de la tergiversación de los miedos…

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En algún lugar de la retórica, en el tomo de la persuasión y en capítulo de la ética se establece una regla inquebrantable cuya obediencia determina el impacto social de los discursos y la autoridad moral de quien los pronuncia…

 

Dicen los que saben que los efectos del poder se establecen en los discursos, que la persuasión es el motivo que desencadena los cambios en las ideas, las opiniones y en las pautas de conducta, y que por eso, desde que la oscuridad de los tiempos, la influencia de una persona depende de la calidad de su discurso.

 

Si los ojos son el espejo del alma, luego entonces: el lenguaje es el reflejo de la personalidad;  el impacto de un discurso está íntimamente ligado a  la ética de la persuasión y a la retórica. No obstante, estos recursos sólo son infalibles cuando los ejecutan  mentes brillantes;  por eso, cuando abundan las baratijas retóricas en los discursos se proyecta una mentalidad incipiente, un carácter frenético, la ausencia de  talento.

 

Sí!  Los artífices de los grandes discursos han logrado convencer  con la contundencia de sus razones y motivaron a pueblos y naciones con la validez de sus argumentos. Las obras maestras de la oratoria coinciden con los hitos en la historia. Son piezas excepcionales, inigualables. Y además deberían ser inimitables:  la retórica establece reglas escrupulosas en las similitudes, porque existe una diferencia contundente entre las comparaciones y las imitaciones: si las comparaciones suelen ser  odiosas, las imitaciones son poco más que despreciables.

 

 Entre las líneas de los discursos recientes de Felipe Calderón se adivina la obsesión por legitimarse, la imperiosa necesidad de justificar las necedades injustificables en el ocaso de su régimen. Pero sobre todo, son evidentes los acentos de la desesperación. Sólo así pueden explicarse las aberrantes comparaciones del calentamiento global con un partido de futbol soccer, los disparos de un arma  con los tragos de tequila, los efectos del narcotráfico con el glamour hollywoodense, los cárteles de la droga con las letras de una incógnita.  

 

Sí! … fueron expresiones ridículas, y tal vez tolerables por el caudal de burlas que provocaron. Pero la peor de sus estrategias discursivas fue la increíble (pero por la dificultad de creer) comparación de su régimen con el contexto de Winston Churchill. La comparación es fatal porque no existe ninguna similitud, ni en la realidad ni en la  retórica. Equipararse con un verdadero estadista fue una auténtica desgracia (pero por la falta de gracia y talento), una perorata infortunada, un llamado intrascendente a la victoria, un discurso con un impacto negativo, ejecutado con la desesperación como estrategia que exhibe la escasa autoridad moral de quien iracundamente lo pronunció…

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En algún lugar del duelo, la impunidad y la impotencia flagelan los atisbos de la resignación y desde el fondo de un corazón herido emerge el clamor por la justicia; y las voces del quebranto que irrumpen el silencio oficioso suavizan las fibras endurecidas de la empatía y esparcen el valor civil entre los versos de un poema…

 

            El domingo 8 de mayo, el centro neurálgico del México se transformó en la explanada del duelo por la concentración espontánea de los ciudadanos que aún lloran por la muerte o la desaparición de familiares y que han perdido la fe en la procuración de justicia. La marcha por la paz y la justicia encabezada por el poeta Javier Sicilia es la expresión de un lamento generalizado, de la exasperación de los dolientes ante un sistema corrompido de justicia.

 

            No!… esta no es la primera, ni será la última de las marchas exigiendo justicia y seguridad, pero sí es diferente: la marcha se ha mantenido impoluta al rechazar la  intervención de partidos y personajes políticos, y esa línea irrevocable le confiere legitimidad y  autoridad moral. Y no!… ninguna de las marchas anteriores provocaron una reacción tan colérica y obstinada del ejecutivo.

 

            En uno de sus peores alardes de autoritarismo, Felipe Calderón pretendió diluir esta protesta con el gastado argumento de la guerra contra el crimen organizado, en un discurso obstinado y beligerante el mandatario malinterpretó el reclamo de justicia, confrontó a los mexicanos del bien contra las gavillas del mal, y en un paralelismo sin sustento, equiparó esta cruzada obstinada con la gesta heroica de Puebla en el 1863. Sólo faltó que enunciara con toda pompa y circunstancia que por decreto del cielo todos los hijos de esta patria son soldados a su disposición.

 

            No…  no es fácil prever el desenlace de esta marcha y todos los pronósticos serían aventurados. Las protestas que le preceden terminaron en nada: en foros mediáticos con la participación de especialistas y personalidades que no produjeron ningún cambio, en foros inocuos donde las autoridades escucharon con oídos sordos los reclamos de las víctimas, en diálogos con representantes de un gobierno marcado por la necedad que culminaron sin conclusiones ni compromisos.

 

            Pero no es fortuito el resurgimiento de la solidaridad entre los dolientes, de la empatía entre los compatriotas que sobreviven en esta patria sin ley y sin justicia. No. No es una utopía poética esperar un México mejor. No. No es un sueño que el llanto de los otros provoque una indignación nacional. No. El futuro no es un lugar remoto, es la secuencia inmediata que se escribe en el presente con las voces del quebranto que irrumpieron el silencio oficioso, que  suavizaron las fibras endurecidas de la empatía y esparcieron el valor civil entre los versos de un poema…

 

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“El hombre es dueño de su destino;

pero los niños están a merced de quienes les rodean.»

John Lubbock

 

En algún lugar maravilloso, cuando la cruda realidad enturbia el ambiente el aire respirable se torna denso, el clima se endurece por los reclamos de la vida y se extinguen los oasis donde solían refrescarse las visiones de la infancia…

 

Alguna vez, el entretenido juego de la infancia abarcaba una época imprecisa pero imperecedera, era un periodo que no se extinguía del todo porque en el corazón de todos los hombres,  en el recoveco más plácido, entre sueños y fantasías, dormía el niño que alguna vez fue. Dicen los que saben que se requieren millones y millones de años para que los cambios biológicos se inscriban en el código genético, que por eso, las mutaciones recientes en los seres humanos surgen y se inscriben en el entorno social.  Desde la modernidad tardía, en los estratos favorecidos, la infancia perdió sus rasgos placenteros y despreocupados cuando la figura materna se transformó en una mujer productiva, las actividades  extracurriculares saturaron todas las tardes y  por los nuevos paradigmas, la infancia se transformó en un sector de mercado.

 

Pero mientras algunos afortunados desperdician los dones maravillosos de la infancia en un circo de  objetos y marcas, una porción inconmensurable debe prescindir de las fantasías para incorporarse a las filas de un ejército de trabajadores que luchan por sobrevivir. Los niveles del trabajo infantil se incrementan en función de la escasez de oportunidades y por el detrimento en la calidad de vida. En México, en los estratos marginados, la educación y la salud públicas se otorgan en condiciones deplorables en un ambiente hostil donde solo una minoría sobrevive y pocos sobresalen. Y a la pobreza y al maltrato que flagelan la infancia se añade la orfandad como daño colateral de la guerra calderonista contra el crimen organizado.

 

Y así,  las bendiciones de la prosperidad,  el flagelo de la miseria o  los daños colaterales de una cruzada absurda, arrebatan la espontaneidad y la inocencia de los pequeños habitantes de la aldea global. El juego carece de diversión y en su modalidad electrónica es uno más de los indicadores del poder adquisitivo; los rasgos infantiles se pierden en una adolescencia prematura. Pero los cambios en el entorno aún no se inscriben en el código genético: dormido,  recesivo tal vez,  pero latente, el gen de la infancia pervive en los seres humanos. Será necesario reorientar el curso del mundo para recuperar la frescura de la raza humana, quizá se requiera un cataclismo universal que nos obligue a recuperar los valores primigenios, es posible que el desencanto de las generaciones posmodernas provoque una mutación emocional, que la cruda realidad sucumba ante el impacto de la esperanza y  que el clima enrarecido por los reclamos de la vida se torne gentil  y que  ese  entorno propicie el florecimiento de la infancia como la virtud más grande de la humanidad…

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En algún lugar beligerante, donde impera la violencia y las palabras adquieren un acento cáustico e  imperativo, no existe la posibilidad de capitular  porque las rectificaciones son exclusivas de los sabios que se atreven a cambiar de opinión…

 

            En la “lucha” emprendida por Felipe Calderón contra la delincuencia organizada es posible identificar las obstinaciones que provocaron las derrotas más estrepitosas de la historia: la negativa obcecada de los generales a retirarse del campo de batalla y  la visión distorsionada que les impide reconocer el advenimiento de la derrota.

 

La obstinación del jefe supremo de las fuerzas armadas mexicanas ha llegado a los niveles aborrecibles de la genuflexión en los que se negocia la soberanía nacional por apoyo de las agencias norteamericanas de inteligencia para combatir al crimen organizado. Y la realidad adquiere un tinte perniciosamente perverso en los partes de esta guerra sin cuartel: en la versión del ejecutivo federal, el nivel ascendente de la violencia es la evidencia del daño infringido al enemigo. La inmensa mayoría de las masacres y de las ejecuciones se atribuyen a conflictos entre los cárteles del crimen organizado, y curiosamente, todas las supuestas líneas de investigación así lo afirman. Bajo ésta lógica, el clima imponderable de la violencia y de la inseguridad que impregna el territorio nacional es por obra y gracia de la delincuencia organizada, deslindando al régimen calderonista de cualquier responsabilidad. La ira  exacerbada de Felipe Calderón le impide aceptar la validez del reclamo de Javier Sicilia, el poeta que ha llorado el asesinato de su hijo protestando y denunciando  la ineptitud de las autoridades en el  estado de Morelos; tampoco reconoce la valentía del discurso de  la Dra. Denise Dresser donde exhibe la impericia de un estado fallido que se niega a reconocer la derrota en una costosa e infame guerra civil.

 

            Pero  el encono inutiliza el raciocinio y la reacción del ejecutivo federal es un uténtico delirio: pretendiendo acallar la rabia del poeta atraparon a uno de los presuntos implicados en el secuestro y asesinato de Juan Francisco Sicilia y seis jóvenes más; el supuesto cómplice declaró que el móvil del delito fue un altercado antrero porque  los jóvenes asesinados discutieron con los sicarios por una mujer; no obstante, ni los tiempos ni los lugares coinciden y los únicos indicios de la verdad son las heridas en el rostro del presunto culpable. Y ante la disyuntiva  “legalizar o colombianizar” de la Dra. Dresser, la respuesta de Felipe Calderón fue incisiva: no desfallecerá en su lucha, no claudicará, porque hacerlo significaría entregar el territorio nacional a delincuentes con licencia para matar. Pero aún no terminaba el discurso calderonista donde se exigían cifras concretas al Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzosas e Involuntarias de la ONU cuando se descubrieron más de cien cadáveres en fosas clandestinas…  pero   claro que por supuesto y desde luego que sí: el macabro hallazgo es una evidencia fehaciente del debilitamiento de los cárteles del narcotráfico, y hoy por hoy, no existe la posibilidad de capitular  porque las rectificaciones son exclusivas de los sabios que se atreven a cambiar de opinión…

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Autocensura inducida

 

“La Crítica es una renuncia a la aceptación irreflexiva de la realidad social tal y como se nos presenta y surge  siempre desde una simple proposición:

otra sociedad es posible.”

Max Horkheimer y Theodoro Adorno

 

            En algún lugar del silencio, en el rincón donde se ocultan las amenazas que conjuran contra el criterio establecido, yacen los datos y las cifras, los nombres y las fechas de la versión más perturbadora de la realidad…

 

            Dicen los que saben que las líneas trazadas desde el poder siempre son las mismas,  que las tendencias de la imposición suelen ser escasas y cíclicas porque los pueblos no tienen memoria. Es por eso que aún ahora, en el umbral de la sociedad de la información, se aplica el legendario principio griego que postula la coincidencia de la aritmética y la democracia en las relaciones de igualdad, mientras la geometría y la oligarquía convergen en las proporciones de desigualdad.

 

            Hoy, como siempre y desde entonces,  una de las prioridades del poder es reprimir el pensamiento crítico y reflexivo, ocultar todos los elementos de la realidad que no aparecen en los discursos oficiales y tipificar como conjura detestable todas las contradicciones.  La imposición, como legado de los regímenes absolutistas y despóticos, sigue vigente y el ritual de la pompa y circunstancia de quienes se someten a los caprichos de los gobernantes ha sido, siempre, verdaderamente insufrible; como lo fue el magno evento de la Iniciativa México edición 2011. Si en la primera edición la sensibilidad social se tergiversó en un vulgar concurso de popularidad entre ciudadanos  que asumen como propio el compromiso postergado del gobierno, en la segunda edición se traza la línea a la que deben someterse todos los partes informativos de una guerra sin cuartel.

 

            Sí… quienes disienten adquieren el estigma de la mezquindad, se les excluye y se descalifican sus opiniones. Es una polarización feroz cuya paradoja es la desinformación en un entorno donde abunda la “información”. Una secuela alterna es que aquellos que no están representados por los medios de comunicación están realmente mudos y no existen. Pero esta minoría que se encuentra al final de la espiral del silencio está plenamente consciente que ése es el precio que debe pagar por encontrarse en la vanguardia del pensamiento.

 

            Hoy por hoy, la manipulación es, aún, el procedimiento elemental para el control del discurso social, los artificios del poder sólo se detectan por una minoría marginada que no desiste y sólo obedece un  imperativo ético y moral; no obstante, su visión del mundo constituye una amenaza, una conjura contra el criterio establecido, por eso, la censura oficial pretende eliminar los datos y las cifras, los nombres y las fechas de la versión más perturbadora de la realidad…

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En algún lugar ultrasecreto, muy lejos de la realidad tangible, en las profundidades del imperio se confabulan las conspiraciones, los operativos y las iniciativas que vulneran a los súbditos con el artificio del caos;  y en una secuela de la perversidad, se expanden la incertidumbre y la fragilidad como el preámbulo del terror…

 

            El dominio que ejerce el imperio estadounidense sobre las naciones a él supeditadas es el resultado de operaciones subrepticias que desestabilizan regímenes, polarizan y enardecen a pueblos enteros e inflaman un nacionalismo artificialmente herido. En las últimas décadas del siglo XX  estas afirmaciones fueron calificadas como radicales, anacrónicas, obsoletas; los descalificativos se sustentaron en el blindaje de la información y en la realización impecable de las operaciones encubiertas y no en la falsedad de los argumentos.

 

            Ahora, desde las mazmorras del imperio emergen aquellas voces que alguna vez se extinguieron por los mecanismos misteriosos que controlan y reprimen el discurso disidente. Afortunadamente, la ética es un atributo que ha logrado evadir los perniciosos estragos del criterio dominante, y en una paradoja de la globalidad, por la misma ruta  mediática se propagan los mensajes alienantes y los testimonios que desmienten la versión oficial de la realidad.

 

             La organización no gubernamental The Center por Public Integrity (CPI), que se ha dedicado a la investigación periodística en el mundo, informó a la Presidencia de la República, en febrero de este año, que daría a conocer en la prensa de Estados Unidos una operación de tráfico de armas a México organizada por la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF). La respuesta de la presidencia fijando su postura nunca llegó; incluso ahora, cuando la embajada de Carlos Pascual difundió las declaraciones del procurador norteamericano Eric Holder reconociendo  que las autoridades mexicanas estaban enteradas de la operación encubierta del tráfico de miles de armas.

 

            El ardid norteamericano podría explicar la laxitud de nuestras fronteras, la impericia y el silencio de las autoridades mexicanas  y la crueldad que vulnera y destroza el tejido social.  A la operación norteamericana “rápido y furioso” le corresponde la parsimonia permisiva y placentera “lentos y contentos” de la contraparte mexicana.  Las tenues reacciones en los tres poderes del estado mexicano reflejan su sumisión  incondicional a la política estadounidense, corroboran que el margen de acción de los regímenes nacionales es cada vez más estrecho y que el destino de México, como un estado fallido enfrascado en una guerra interna, atroz y encarnizada, es una más de las confabulaciones que se urden en las profundidades del imperio, en el epicentro de la perversidad desde el cual  se expanden la incertidumbre y la fragilidad como el preámbulo del terror…

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En algún lugar impecable, en la gerencia internacional de la excelencia se instituyen las normas y los parámetros de la perfección con que habrán de calificarse todos los perfiles del profesionalismo…

 

            La aplicación de normas y reglamentos para el registro, acreditación y  certificación  se extiende a la mayoría de las actividades profesionales y productivas; hoy por hoy, la inmensa mayoría de egresados de programas académicos deben someterse a una evaluación de los cuerpos colegiados, y en el ejercicio de la profesión asumen el compromiso de actualizarse constantemente y someterse continuamente a los criterios de evaluación, perfiles e indicadores del desempeño profesional.

 

            La aspiración a la excelencia se materializa, se cuantifica y se generaliza: la Organización Internacional de Estandarización instituyó  la norma  ISO 9001,  un parámetro internacional que se aplica a los sistemas de gestión de calidad  que se centra en todos los elementos de administración de calidad.

 

Y así, la producción de bienes y la prestación de servicios se someten a los perfiles de la eficiencia estipulados en la cumbre del planeta, lejos de la corrupción, el abuso y la impunidad,  donde la perfección es posible. Bajo ese criterio y desde la perspectiva distorsionada de la doble moral, el gobierno estadounidense certifica el desempeño de las instituciones mexicanas en la lucha contra la delincuencia organizada. Desde la cúspide del prisma económico, donde la pobreza es tan sólo un porcentaje incómodo, se certifican los grados de inversión de economías nacionales.

 

La tendencia se agudiza y el criterio suele aplicarse a todas las actividades susceptibles de cuantificarse, desde la enseñanza hasta la medicina, de las comunicaciones a la ingeniería; abundan los indicadores y los perfiles para cada área del quehacer humano: el índice de empleo, el porcentaje de denuncias atendidas, el número de reclamos resueltos. Quien no aprueba la evaluación colegiada sufre un demérito en el ejercicio de su oficio o profesión.

 

Ahora, la perspectiva inmaculada de la eficiencia se aplica a las políticas públicas donde predomina un denso oscurantismo. Felipe Calderón afirmó que la clave para ganar la batalla contra el crimen organizado está en la reconstrucción institucional de policías, Ministerios Públicos y jueces quienes para certificarse deberán  someterse a los parámetros de  control de confianza. Según el mandatario, por arte de magia, al certificar a los encargados  de la seguridad y la procuración de justicia se desarticulará el vetusto mecanismo del crimen.

 

Sí!… Calderón padece una simplicidad superlativa que impide su acreditación como estadista, porque si la seguridad nacional dependiese del cumplimiento de los parámetros de una certificación, esa misma norma podría extenderse a todas las áreas de la administración pública. Y entonces, en un optimismo exacerbado, se evaluaría el desempeño profesional del legislativo y del ejecutivo aplicando la norma de los Mexicanos Encandilados y Soñadores (léase MENSO 2011), y es muy probable que el índice de  funcionarios certificados sea mínimo: cuántos diputados y senadores realizan eficientemente sus funciones? Cuántos secretarios anteponen las necesidades sociales a sus interés particulares? Con qué perfil se evaluará el desempeño de un presidente? Y en ese caso, quien sería el valedor que exhibiría la impericia, ignorancia e ineficiencia (las 3 íes) de la clase gobernante?  

 

Definitivamente, la administración pública no es una entidad certificable, porque aún persisten los vicios y truculencias del factor imponderable del poder, esa condición que elude todas  normas y los parámetros de la perfección que califican  todos los perfiles del profesionalismo…

 

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En algún lugar del lenguaje, entre los significados y las intenciones, existe una gama de artificios para tergiversar el sentido estricto de las palabras, para atenuar las incoherencias y encubrir las ambigüedades…

 

            En el primer “Diálogo por la Seguridad” y ante la escalofriante cifra de 34,612 homicidios con violencia,  Felipe Calderón redefinió uno de los objetivos fundamentales de su mandato: el conflicto entre el crimen organizado y su régimen ya no es una “guerra”, porque ahora es una lucha, un combate, una estrategia de gobierno. El mandatario se negó categóricamente  a utilizar el término “guerra” porque implica  únicamente a las fuerzas armadas y corrige su discurso justamente ahora, cuando solicita el involucramiento y el compromiso de la sociedad civil para erradicar la inseguridad del clima social.

 

            Después de cuatro años de “lucha”, la mayor expectativa creada por el calderonismo sigue en el limbo de las promesas; el narcotráfico, erigido como la causa de todos los males y la consecuencia de todos los rezagos, sigue siendo el enemigo público número Uno  hacia donde se trasladan todas las frustraciones del régimen. 

 

            Pero a Felipe Calderón le urge ganar este combate, o aparentar una victoria en esta quimera de largo aliento, para izarla como el estandarte del panismo en la próxima contienda electoral. Su premura refleja la carencia de resultados porque la impunidad y la corrupción son los grandes pendientes sin resolver. Su ansiedad  trasciende el ámbito de su competencia: la crítica de Calderón se enfoca en la actuación de los jueces a quienes califica como “simples verificadores de requisitos”, además,  la propuesta presidencial para la reforma a la Ley de Seguridad Nacional y el tema del fuero militar no han logrado un consenso favorable en el legislativo.

 

            Sea como fuere, y aunque “una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”, esta lucha, estrategia, combate, o como se le ocurra llamarle, pasará a las Crónicas del Poder como el complicado argumento de una quimera sin final. La violencia, las injusticias y los abusos derivados de la actuación de las fuerzas armadas sustentarán los discursos de los opositores en la contienda electoral para descalificar al calderonismo.

 

Y en el reinicio del circulo vicioso, las palabras que ahora atenúan el fracaso se transformarán en adjetivos descalificativos e hirientes, lo que ahora se ostenta como un éxito se traducirá en una mediocridad desde la perspectiva electorera, porque este año la administración pública se mimetizará con la búsqueda del poder. Y una vez más, los hechos adquirirán dos enfoques contrarios y excluyentes por los  efectos demagógicos del lenguaje,  y entre los significados y las intenciones, se desplegará esa gama de artificios que tergiversan el sentido estricto de las palabras, que atenúan las incoherencias y encubren las ambigüedades…

 

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En algún lugar de la obstinación, en la cúspide de la necedad se extinguen todos los argumentos y las razones; y justamente ahí, los criterios se estrechan y se tornan obtusos, y no hay cifras contundentes, ni reclamos,  ni lágrimas suficientes para exhibir los estragos de un error sin corrección posible…

 

            Dicen los que saben que la humildad  es la virtud que distingue a los sabios, que el error es la única certeza en un mundo cambiante, que  siempre están dispuestos a corregir y cambiar de opinión, y que por eso, la obstinación es el vicio que distingue a los energúmenos.

 

Y la obstinación a ha sido el tenor del calderonismo: ante el fracaso de la guerra contra el crimen organizado, el Ejecutivo persiste en legitimarse y gobernar mediante la imposición de la violencia, sin considerar los daños colaterales de esta guerra inútil y desgastante: las autoridades estatales en el municipio de Ciudad Juárez y zonas circunvecinas  indicaron que 158 menores de edad, algunos con apenas meses de nacidos, sucumbieron ante la violencia de la guerra contra el narco; aunque en la mayoría de los casos se presume que han sido víctimas circunstanciales, en otros hay claros indicios de que los ataques fueron directos contra sus familiares.

 

Al respecto, la  Cámara de Diputados indica que de diciembre de 2006 a octubre de 2010, cerca de 1, 600 menores de edad fallecieron en la guerra contra el crimen organizado —uno al día, en promedio— y alrededor de 40 mil niños quedaron huérfanos por la misma situación.

 

De acuerdo con la Procuraduría General de la República, en lo que va del sexenio de Calderón murieron en ese contexto 30 mil 196 personas. Regiones enteras viven sumidas en el caos y la anarquía, a lo cual se suma la militarización y para-militarización de amplias zonas del país, con la consiguiente secuela de violaciones flagrantes a los derechos humanos por parte de uniformados, lo que ha derivado en un terror generalizado y un éxodo de sectores de clase alta y media hacia Estados Unidos.

 

Además,  se suman múltiples denuncias por tortura y maltrato contra detenidos, confiscaciones efectuadas por la autoridad sin apego a los procedimientos legales, montajes mediáticos realizados por jerarcas militares y de seguridad pública, la realización de aprehensiones y de allanamientos sin órdenes judiciales y la violación sistemática del principio de presunción de inocencia.

 

Pero el sufrimiento, las injusticias, el caos, el terror y la impunidad que implica este saldo rojo no bastan: Felipe Calderón se obstina en proseguir su guerra sin considerar los costos sociales.  Este es un régimen obtuso a cargo de un mandatario obstinado, encerrado a piedra y lodo en la cúspide el poder, donde los criterios se estrechan y se tornan obtusos, y no hay cifras contundentes, ni reclamos,  ni lágrimas suficientes para exhibir los estragos de un error sin corrección posible…

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